Los Corrales

Puede decirse que en Suipacha no existió Matadero hasta antes de la construcción del primer galpón en el año 1.923, cuando terminaba la administración municipal de Miguel Murray y se iniciaba la de Pedro Iribarne, con el propósito de montar las instalaciones necesarias para su funcionamiento y ejercer un adecuado control sanitario y de policía. A pesar de lo precario del emplazamiento favoreció a la higiene y desinfección para precaver enfermedades. El aspecto de aquel naciente matadero, rodeado por el verde de los campos adyacentes y de su imponente soledad, fue fuente de inspiración para los poetas locales y cuentan también lugar para que algún matón mostrara su pendencia.

En los momentos de descanso, sus habitúes para llenar sus escasísimas necesidades se dedicaban al juego de la taba y al monte criollo. En los primeros tiempos se llamaba “Los Corrales” y hoy sigue ocupando las mismas hectáreas, delimitadas por la calle 47 paralela al arroyo “El Durazno” y limitada a ambos lados por las calles Balcarce y Padre Luis Brady, cortadas en su frente por la antigua calle real, hoy convertida en circunvalación pavimentada que conecta con la Ruta Provincial Nº 48 a General Rivas y que se prolonga en línea recta hacia oeste en el camino de tierra que conduce a Gorostiaga.

La fracción denominada Chacra nº 10, tenía en sus orígenes la forma de un polígono irregular, con el tiempo fue dividida en cinco Potreros. En el perímetro del Matadero había una gran cantidad de frondosos álamos y paraísos. Aún hoy, se pueden apreciar en pie unos pocos paraísos de los de la primera camada. El agua era provista al ganado desde un jagüel con un enorme balde sujeto a una cadena tirada por un caballo, después era volcado a una pileta para la limpieza de los menudos y de los utensilios para desollar.

Los Corraleros y su familia ocupaban una modesta casa de ladrillos asentada en barro y pintada con cal blanca. La vivienda estaba compuesta de una habitación grande, una cocina, corredor descubierto y una letrina exterior. Se sabe que los ocupantes de la casa cambiaban al ritmo de la política. No había cosa más grata al corazón del Corralero que la diversión, para ello organizaban los alegres bailes en el patio de tierra; en donde grandes macetas de flores escogidas adornaban la pista alternada con canteros largos y estrechos de legumbres tempraneras; fueron escenario de anónimos invitados.

En el centro del terreno se distinguía un jagüel, de donde se distribuía el agua a las bebidas colocadas en cada corral. El agua corriente era provista por un molino con un tanque de 5000 litros. Los Corraleros recibían los animales para el sacrificio y era su responsabilidad mantenerlos en buen estado de salud. Mientras tanto la hacienda permanecía encerrada en un corral con capacidad para cincuenta animales y antes del sacrificio se trasladaban a uno más pequeño. Según las necesidades a satisfacer los vacunos eran escogidos y posteriormente arreados a los gritos al “toril”. El calendario para faenar fijaba cuatro carneadas por semana, en verano a partir de las 16.30 y en invierno desde las 13,00 horas. En invierno el piso era un verdadero lodazal. Para evitarlo y dar mayor higiene se habían construido cuatro playas de cemento, que contaban con dos fosas, una para derivar la sangre y la otra para arrojar los líquidos de las inmundicias.

En el extremo sur del predio existía un bajo labrado a través del tiempo por las aguas de lluvias y en sus bordes aparecían las cuevas de los ratones. La vaguada estaba alejada de las instalaciones principales y como era de esperar, en ella se arrojaba la basura y abundaban las alimañas. Antiguamente en los corrales no había tranquera, se ingresaba por Padre Brady por un camino abovedado precariamente que llevaba hasta la playa.

Cuando hablamos de mataderos uno lo que piensa es en plataformas de descargas, potreros y bebidas. También lo relaciona con la preparación, inmovilización y aturdimiento de los bovinos. Se imagina a las bestias desfilando por las angostas mangas antes de morir. Una técnica muy usada era amarrar los novillos al cuello, una vez tumbados eran cuereados y se los colgaba del garrón. Finalmente eran despachados en carros adaptados para tal transporte de la carne. El paisaje de los corrales evoca la presencia de novillos hundidos en el lodo y de bandadas de aves de rapiñas compitiendo con los perros famélicos por los desperdicios diseminados en el suelo.

Era una postal ver a los muchachos gambeteando con una vejiga y a los carniceros cuchillo en mano con los delantales manchados de sangre. Era admirable observar el rápido trabajo de las des-tejedoras de tripas y de las que separaban el sebo y levantaban los huesos. Durante las tareas, era común oír groserías matizadas con maldiciones, mientras los hijos sin trabajo se disputaban el mondongo, los sesos, la tripa gorda o el cuajo. De estos hijos del trabajo, nunca se oyó resonar una voz del desaliento. Los corrales atraían a los enlazadores montados que más de una vez afrontaban riesgos ante la embestida de toros embravecidos.

Durante los días de cuaresma se llevaban a sacrificar pocos novillos, lo necesario para el sustento de niños huérfanos y para los enfermos, dispensados de la estricta abstinencia de no comer carne por las autoridades de la Iglesia Católica. Los carniceros debían pagar un arancel en la municipalidad de $ 2,85 por cada cabeza, luego se les entregaba la guía que el corralero controlaba con el policía destacado en el lugar, a medida que se iban matando se desprendían unos taloncitos que daban derechos a nuevos sacrificios.

Hasta 1923 se carneaba a cielo abierto, se tumbaban los animales antes de matarlos, usando el cuero como carpeta. Cuando se construyó el galpón a dos agua se incorporaron cuatro aparejos sostenidos de las cabreadas que servían para levantar los animales. Cuando se demolió en el año 1962, las chapas de cinc fueron donadas al Cuerpo de Bomberos Voluntarios. El ganado seleccionado para degollar se alojaba en corrales pequeños. La costumbre era encerrar entre 8 a 15 animales alimentados solo con alfalfa que eran pagadas por los carniceros.

El proceso de carnear un animal era rápido y estaba bien organizado, en menos de una hora tenían lista la res para la carnicería. A los animales no se los golpeaba en la sien con un martillo, se utilizaba el método del desangre, razón por la cual la carne era rosada. Los aparejos permitían colgar el animal y abrirlo sin problemas. En el matadero los carros atracaban a una plataforma y cargaban. Los carros abastecedores eran anchos y de un solo eje, tenían el techo recubierto de una fina chapa de estaño para aislar el calor y en sus costados gancheras. Estos podían transportar hasta cuatro media res.

Entre los primeros carniceros que se recuerdan, según censo provincial de 1883, fueron don Agustín Banoni y Santiago Alejandría. En este caso, no es mi propósito narrar la biografía del último de los mencionados, solo diré que Santiago Alejandría fue alcalde del Cuarte IX de Mercedes, hoy Suipacha y que se desempeñó como Sargento Mayor de Caballería de la Guardia Nacional, luchó al lado del general Mitre en las batallas de Pavón (1861) y La Verde (1874). Falleció en Suipacha el 30 de junio de 1923. También ejercieron la misma actividad comercial don Ramón Adolfo González, Félix Langford, Juan B. Gardella, Ramón y Ovidio Berdino. Otros carniceros fueron Olindo Quilici tronco de una tradicional familia de Suipacha, Francisco Cappucci (Pancho), Armando Cappucci y Juan Bautista Cappucci, con local de ventas en la hoy esquina Hipólito Irigoyen y Balcarce desde el año 1925. La carnicería de don Alfredo M. Escudero estaba ubicada en calle Belgrano casi esquina Combate de San Lorenzo, frente mismo a lo que fue el mercadito del Rengo Roldán. Sobre la calle Combate de San Lorenzo existió la de Calixto Cerisola, que luego se la transfirió a D. F Manuela de Cordoni y ésta en 1945 se la vendió a Lorenzo y Ramón Erreguerena. Además la de Tolo Bonafina sobre calle 25 de Mayo –frente al taller de Caracoche- , que después fue comprada por los hermanos Ireneo y Alfredo Diehl. Asimismo quiero dejar constancia de mi respeto para aquellos que no han sido citados por carecer de datos firmes.

La primera carnicería que contó con una balanza de 20 kilogramos con reloj fue la del señor Calixto Cerisola. En esta trabajó el recordado Paulino Silvestre Romero (Pichinga). Siendo adolescente tuve la oportunidad de tratar a Paulino que deambulaba por las calles del pueblo con una sonrisa en los labios. Siempre dispuesto al saludo cortés y a cantarle a los niños el Martín Pescador o el Arroz con Leche. En sus tardes de melancolía cantaba a su amor no correspondido.

En 1956 durante el mandato del comisionado municipal don Esteban Iribarne (h) se mandó a construir el nuevo edificio del Matadero para adaptarlo a los tiempos que corrían. Este fue inaugurado durante la intendencia del doctor Antonio Baroni con la presencia del doctor Oscar Allende, a la sazón gobernador de la provincia de Buenos Aires. Otra obra relevante fue iniciada por el Dr. Baroni (periodo 1958/1962), la pavimentación de la calle Balcarce que lleva al cementerio, con lo que se dio solución a uno de los más graves problemas que soportaba Suipacha, su incomunicación con el Cementerio y el Matadero en épocas de intensas lluvias. Durante las inundaciones del año 1959 se suspendieron las actividades del matadero y los entierros en el Cementerio, porque el camino estaba totalmente inundado e intransitable, según testigos el agua rebalsaba el puente de “El Durazno”.

Antiguamente en este ambiente lleno de peligros, se utilizaban cadeneros para arrastrar desde tierra firme una balsa, armada con un conjunto de tablones y de troncos unidos y bien atados que hacían de plataforma flotante. En el año 1912, durante un largo período no se pudo atravesar el arroyo, para vadearlo había que hacer un largo rodeo. Mientras duraron las lluvias del 59 se derivó la hacienda al frigorífico SETTI ubicado sobre la Ruta Nacional Nº 5 en dirección a Chivilcoy. El edificio del frigorífico en sus orígenes había sido destinado a la mantequería de M. Uberti Brezza y Cía, al cerrarse en los años cincuenta se abre el frigorífico. Aún recuerdo que siendo niño, a eso de las siete de la mañana, cuando había vientos favorables hacia el pueblo, se oía el pitar de la sirena llamando a los empleados.

Habilitado el pavimento hasta el cementerio, el señor Hugo Pereira inicia con un camión propio el traslado de las reses faenadas a las carnicerías y a retirar el sebo y huesos de las carnicerías para su reventa. Durante un cierto tiempo, el sebo fue derretido en ollas grandes de hierro, en la quinta que es hoy de propiedad de Reynaldo Carretto.

Desde siempre los corraleros respondían a la administración política municipal del momento, algunos de ellos fueron: Menotte Espina (Conservador), Joaquín Ibarbia (Conservador), Tolo Bonafina (Conservador), Natividad Roldán (Radical), Gregorio Roldan (Goyo-radical), ayudado por su hijo José María Roldán que fue su mano derecha.

El veterinario del Matadero en la década del cincuenta fue el doctor Martín Baztarrica ayudado por Evaristo Molina. La misión del veterinario era exigir el cumplimiento de las condiciones higiénico-sanitarias, bromatológicas y de identificación de la producción comercial y extender los certificados de sanidad de los animales.

Un experto en desollar fue don Agapito Roldán y un excelente cortador don Julián Roldán, ambos hijos de Natividad Roldán. También colaboraba con ellos Fernando Benavidez. La mano de obra contratada, generalmente era de origen local, algunos de los que trabajaron: Ramón Erreguerena, Fernando Benavidez, Francisco Lemos (Gramilla), l. González, Jorge Lemos (el Mono) y Oscar Robledal entre otros. Para esto nobles trabajadores no había leyes laborales que los amparara, realizaban sus tareas a la intemperie sea en verano o en invierno.

Los carniceros compraban el ganado en las casas de remates ferias existentes en Suipacha (Caroni y Moras, Darritchon Hnos. y Arainty) o en ferias de pueblos vecinos o en Plaza. El transporte lo hacían con el camión de Juan Niel conducido por Miguel Aranda. La res mas grande que se recuerde que se haya carneado en Suipacha, perteneció a Roberto González y pesó 950 kilos en pie, animal producido en la estancia de Marcelino Elizalde. En la década del cuarenta los cueros eran comprados por Francisco Grant de Marco Paz o por la acopiadora local de cueros y lanas de Juan Amado. Con la firma Grant trabajaba Ramón Silva que era muy hábil para quitar el cuero del vacuno sin tajearlo; si se estropeaba su valor en el mercado disminuía en un 50%.

Por último merece un párrafo aparte José María Roldán “El Chena”, considerado el último corralero. Nació en Suipacha el 20 de junio de 1933, sus padres fueron Gregorio Roldán (Goyo) y María Flora David. Es un hombre de buen trato, sencillo e instruido, se ha sabido ganar el aprecio de sus conocidos. Se desempeñó como resero y peón rural en las ex-ferias de remates de Darritchon y Arainty, Casa Mazzino, Montarcé SRL y en el Municipio de Suipacha.

Durante 27 años fue administrador del Matadero Municipal, en la actualidad goza de su jubilación. Es un apasionado por los pura sangre, en sus tareas de variador, vio nacer y crecer a muchos caballos y simultáneamente es un adiestrador de galgos para carreras con aparatos-trineo. A todos los que lo conocieron les despertaba admiración su perro picazo oscuro con blanco en la zona de la cruz y anca, que lo apodaban “el Amigo”, este perro vigilaba atentamente el ganado, lo arreaba a los corrales sin necesidad que el dueño estuviera presente, fue su gran colaborador y compañero de ruta.

Volviendo por un instante a su trabajo de Corralero en el Matadero Municipal, puso especial énfasis en las marcas, que la carne estuviera visada por el veterinario. Informaba diariamente a la Oficina de Rentas Municipal de los cobros de las cuotas de sacrificio y de toda otra novedad que consideraba de interés. A su cargo estaban las tareas de otorgar el orden de ingreso a los corrales y del control de las guías. Durante el desempeño de sus funciones fue un celoso servidor público.

AGRADECIMIENTOS:

A José María Roldán (El Chena) por su inestimable colaboración y a la familia del vasco Ramón Erreguerena.

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