Manuel Hurtado

Conocí a Manuel Hurtado. Vive en las afueras de la ciudad. Lo contemplé a mi gusto.

Se trata de un hombre de más de sesenta años, bajo, morrudo, una gorra cubre su pelo peinado hacia atrás sujeto con una cinta negra. Su barba muestra hilos enmarañados y sus abundantes cejas sobresalen del marco de los anteojos.

Su rostro deja libres dos ojos pardos y una nariz retorcida. Un pañuelo de color anuda el cuello. Al abrir la boca deja al descubierto una dentadura deteriorada.

Agita compulsivamente sus manos. Sus movimientos son rígidos. Cada paso puede ser una caída. Se vale de un bastón.

Los vecinos se han acostumbrado a su silueta. Cuando el día entra en la noche camina por las calles mendigando una limosna. Lleva un cesto de mimbre con dos asas.

De voz débil e inexpresiva, viste con ropas desgastadas por el uso. Es tan callado que pasa desapercibido. Su propia forma de ser lo aísla del resto. Se lo ve cansado.

Cuando los relojes señalan la media noche, regresa resignado y sonriente.

No siempre fue así. Desde joven soñó con ser equilibrista en el circo “Los Hermanos Pereira”. Comenzó como “extra”, lo que al principio fue tan solo un trabajo temporal, después se convirtió en su razón de ser. Se acercó al circo con la ilusión de ser artista, quería despertar la aprobación de la concurrencia cuando caminaba sobre la cuerda. Necesitaba sentirse seguro como el ave cuando se posa sobre los cables del alumbrado. Pero no tuvo la suerte que esperaba, una caída precipitó su retiro del escenario principal, su renguera lo llevó a realizar trabajos rutinarios que el público nunca ve. Se transformó en un ser taciturno.

Como única fortuna personal tiene una vieja y triste casa, que ha convertido en vestigios de cosas pasadas.

En esa casa, entre tantas reliquias, vive con su mujer, que casi se mimetiza con el entorno: fea, opaca, casi una sombra que lo acompaña cada día en sus quehaceres y desventuras.

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